La fama de Quentin Tarantino siempre está relacionada con la brutalidad, coloreando la roja naturaleza de esa violencia con un humor exagerado. Esa tonalidad logró proteger a un enrome western acerca de esclavitud, pero su nueva creación, The Hateful Eight, ya no está amparada por un factor disuasorio. Denominado como “el octavo film de Quentin Tarantino”, el mismo es su película más negra, más siniestra y más alejada de su filmografía. La marca del director está ahí donde se la espera, pero encerrando al espectador con sus personajes más desagradables, Tarantino plantea algo nuevo que no apunta al disfrute.
Bajo un clima tormentoso y nevado, Los Ocho más Odiados comienza con la imagen de un carruaje y una prisionera, Daisy Domergue (Jennifer Jason Leigh), quien es escoltada por el caza recompensas John Ruth (Kurt Russell). El carruaje en el que se mueven tiene un destino, Red Rock, donde Daisy será ahorcada y Ruth recibirá su recompensa. Sin embargo, no todo sale de acuerdo al plan, topándose con dos hombres que buscan transporte y debiendo detener el viaje a causa de una tormenta de nieve. Los pasajeros del carruaje se ven obligados a hospedarse en una posada sobre una montaña. Pero en ella, los objetivos de John Ruth se ven en juego, dado que cualquiera de sus pasajeros, o los huéspedes de la posada, podría buscar la liberación de Daisy o el valor de su recompensa. Pero, ¿Quién de ellos miente?
El argumento indica que la audiencia será internada con los seres más odiosos en la filmografía de Quentin Tarantino, y el mismo cumple esa promesa desde el momento en que la puerta de la posada es sellada. Aunque, Los Ocho más Odiados también encierra al espectador de otra manera, con una sola persona de hecho. Esa persona es Tarantino, de quien es fácil temer, admirando como saca a pasear su negra alma por los rincones de la posada. Sus retorcidas miradas han sido parte del cine desde hace más de 20 años, pero ninguna había alcanzado los parámetros establecidos por este desagradable aislamiento de unos 170 minutos.
Su excesiva duración no engaña, el film tiene cómo llenar la misma, incluyendo cinco capítulos densos y un epilogo. Esas seis partes se asemejan a una intensa partida de Clue, y la forma de jugarla es a través de la voz de Tarantino. Su voz en cada uno de los personajes es fuerte, mientras ellos se baten en un ingenioso duelo dialógico que solo es interrumpido por los inevitables, pero esporádicos, disparos. Pongámoslo así, Tarantino toma la excelencia de las secuencias en el bar de Bastardos Sin Gloria o la cena en Django Sin Cadenas, y estira su concepto con determinación. Lo cual produce gran cine, específicamente apuntado a espectadores con paciencia y el estómago para soportar las actitudes de los protagonistas.
Hasta este preciso momento, el cine de Quentin Tarantino había sabido centrarse en un solo género por película. Un género girado por la mano del director. No es el caso de Los Ocho más Odiados, pero no por esquivar el reajuste de un género, sino por multiplicar la cantidad dentro un solo escenario. La octava película de Tarantino es un western en espíritu, pero no se parece a ninguno que yo haya visto. El engaño, la traición y la venganza son elementos que colorean el libreto, pero con ellos se abren propuestas poco comunes en un western. Así es como llega el misterio, el suspenso y hasta el terror.
Siendo The Hateful Eight otro libreto magistral y poco ortodoxo por parte de su autor, el mejor aporte que éste le ofrece al mismo es la creación de personajes solidos. La primera señal de originalidad viene con Samuel L. Jackson y su personaje, el Mayor Marquis Warren. Participando en más de la mitad de su filmografía, Jackson y Tarantino se entienden perfectamente, y en ese entendimiento, el segundo nunca le ha ofrecido algo repetitivo al actor líder de Los Ocho más Odiados. El Mayor Warren podrá liderar la escena más desagradable y siniestra de toda la cinta, pero eso solo es una pizca de lo atrapante que es él como personaje. Jackson acierta cada línea, y a medida que lo vemos acomodándose en la posada, su actuación denota gran calma en una situación intranquila. Una en la que su Warren gana más protagonismo, transformándose en el Hércules Poirot de este relato digno de una retorcida Agatha Christie.
Mientras Jackson mejora cada instante en el que aparece, Jennifer Jason Leigh como Daisy Domergue lo oscurece todo. No por lo mediocre de su interpretación. Todo lo contrario, ella es tan convincente que el rechazo dirigido a su persona es inevitable. Así es como debería ser, viéndola escupir y burlarse de todos, lo cual explica el valor de su recompensa como una rufiana demasiado escurridiza. El resto del reparto también hace su aporte, incluyendo pintorescas participaciones de muchos asociados con el director. Ahora, el curioso acento de Tim Roth, el entusiasmo de Walton Goggins y la amargura de Kurt Russell merecen sus propias menciones.
Anclada a un tono oscuro, la violencia es otro elemento típico de Tarantino que debe sucumbir al giro que él decide darle a este proyecto. Lo caricaturesco y excesivo está ahí, aunque no aparezca en honor al entretenimiento que suele buscar el director. La sangre no desentona y es bienvenida como respuesta a la incontrolable sospecha de todos los personajes. En condiciones más serias, la violencia es un factor que acompaña a la historia, pero solo aparece cuando es necesaria. Por supuesto, Tarantino no puede resistirse, y cuando puede, él convierte un disparo en un festín de sangre, pero en vez de ser una distracción luego de tantos diálogos, la violencia tiene algo más en Los Ocho más Odiados. Al igual que logro que ciertos fragmentos de Django Sin Cadenas mantuvieran la seriedad en cuanto a la violencia y la esclavitud, Tarantino consigue que su salvajismo responda a momentos claves. Cuando una bala es disparada en este film, la misma tiene muchas más consecuencias que las toneladas habituales de sangre.
Cargada con toda clase de géneros e invitando a que sean tomados de forma seria, Quentin Tarantino demuestra otro nivel de maduración en su cine, logrando que hasta su más preciado espectador abandone el claro entusiasmo y lo cambie por una incomodidad. Los Ocho más Odiados cierra las puertas de una posada antigua, y dentro de ella, los nervios sobran y las ansias de poder salir se incrementan. Tarantino presenta un espectáculo que por momentos incomoda y nos mueve a su ritmo, haciéndonos adictos al misterio propuesto y a sus personajes: la colección más abominable de personas que hayan pisado una de sus películas. Fiel a su título, Los Ocho más Odiados consigue que detestar a sus personajes sea sencillo, especialmente cuando ellos se esfuerzan por hacernos cómplices de todos sus actos. Nos hacen uno de ellos, y rodeados de tanto ser mezquino, ver todos los actos de esa naturaleza no se siente del todo mal, en realidad, es bastante cautivador.