Crítica | Isla de Perros (2018)

Wes Anderson regresa al formato que más le favorece

En 2009, Wes Anderson estrenó su sexto largometraje, Fantastic Mr. Fox, una obra cómica e ingeniosa que tomaba el género infantil y le ofrecía el ya celebre «trato Anderson» (el de Wes, no el de Paul Thomas). ¿Su particularidad? Bueno, además de ser la obra más destacada del director a los ojos de quién escribe, Mr. Fox marcó el primer esfuerzo de su cineasta en el formato animado, específicamente en la técnica de stop motion. Eso es importante, ya que, durante su año de estreno, la llegada de Anderson a la animación también parecía su salida, viendo como sus esfuerzos sufrían en la taquilla. La película eventualmente encontró su público, sin embargo, las posibilidades de que Wes Anderson regresara al mundo animado parecían escasas, al menos antes de que Moonrise Kingdom El Gran Hotel Budapest catapultaran al director a un estado de admiración por encima del culto. Tras esos sensacionales estrenos, el realizador se enfrentó a una decisión: cuidar su reputación o apostar a favor de su arte. Casi una década más tarde, Anderson finalmente presenta Isla de Perros, su segunda visita al universo del stop motion. Así como la prueba de que, frente a la encrucijada del éxito comercial, él tomó la decisión correcta.

Por si no es evidente, la propuesta de Wes Anderson en 2018 está completamente a favor de su arte, y efectivamente explora todas sus encantos sin sacrificios. La animación es la mejor herramienta que ha descubierto el director durante su carrera, y él vuelve a ponerla a buen uso en Isla de Perros. No solo desde un punto visual, dónde se dedica a perfeccionar sus conocidas visiones, sino que también en todo lo que refiere al trazo de su particular relato. El mismo se presenta como una fabula distópica que toma lugar en la ficticia ciudad japonesa de Megasaki, dónde todos los perros han sido expulsados a una isla de residuos para evitar el propago de una enfermedad canina. Esto provoca que un joven llamado Atari emprenda una expedición hacia la denominada «Isla de Perros» en busca de su desterrada mascota, Spots. Ahora, este can no será fácil de encontrar en los enormes confines de la isla, al menos sin la ayuda de una variada jauría de perros que deciden asistir a Atari en base a pura admiración.

Marcando una clara inspiración oriental, no una apropiación indebida, Isla de Perros propone una nueva variación del lenguaje de Anderson, una que sigue permitiendo elecciones narrativas poco ortodoxas. El cineasta se enamora de la cultura japonesa y prosigue a contar su historia como forastero, interpretando la misma como una versión traducida. Así es como la mayoría del dialogo humano se presenta en japones mientras que, según el film, los ladridos caninos han sido traducidos al inglés. Sé lo que pueden pensar, ¿otra manada de animales parlantes? Pues sí, pero con la diferencia de que ésta deambula en un mundo realista. Bueno, realista dentro del universo Anderson. La propuesta presenta un aire menos caricaturesco, subrayando momentos de genuina seriedad y emoción que entienden como adaptarse a la bizarra trama. Isla de Perros habla con las palabras de su director, y éstas gozan de una libertad absoluta, apelando a su combinación de excentricidad, inteligencia y pasajera madurez. Así es que finalmente sucumbimos a la entrañable historia, en la que se enfatiza la legendaria concepción del perro como mejor amigo del hombre. Elevada, por supuesto, por otro extenso grupo de coloridos protagonistas.

Olvidar el stop motion resulta fácil al encontrarnos con una película perfectamente alineada con sus intenciones. El argumento y los personajes nos cautivan a través de las rarezas, mientras que la animación se aprovecha de los claros avances. La fluidez animada de Isla de Perros es un hecho, ya que la notoria evidencia técnica que dejó Fantastic Mr. Fox ha desaparecido. Intencionalmente, Fox lucía la simpleza de algunos movimientos; movimientos que siguen dejando rastro en esta propuesta, solo que lo hacen en un mundo más detallado, que francamente eleva la calidad de la animación. Esa diferencia y la inclusión de ciertos dibujos animados terminan de consolidar el aspecto como una cualidad autentica y majestuosa, perteneciente a un estilo que siempre sugiere un toque artesanal.

Por más que se diferencie de su anterior paso por la animación, lo nuevo de Wes Anderson sigue incluyendo su colección de curiosidades clásicas. Él no se opone a los agregados caricaturescos (dentro y fuera de la trama), incluso si contrarrestan el sello de muchas secuencias, porque sabe que agasajan y protagonizan su humor. Definitivamente es raro encontrar estas características en un formato que suele apuntar a un público infantil, pero el contraste es bienvenido al imponer sus intenciones desde el principio. Isla de Perros es una película que advierte que no traducirá parte de sus diálogos para mantener la autenticidad japonesa, y al mismo tiempo es una obra sobre perros que conversan. El contraste es constante, y es la obvia razón por la que Anderson sigue siendo una voz de un encanto especifico dentro del cine. Una vez más, él demuestra que sus visiones son exclusivas, repitiendo su autentica forma de narrar sobre el desencadenado control que le da la animación. Explorando las infinitas posibilidades del stop motion, Isla de Perros aprovecha la posición de su director para dar rienda suelta a la imaginación y a un relato absurdo, encantador y absolutamente singular.

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