La estilizada historia de un homicida. Sin móvil.
Segundos antes de llegar a ver el título en los primeros minutos de El Ángel, la nueva película de Luis Ortega, el espectador se topa con el carismático Carlos Robledo Puch (Lorenzo Ferro), un joven viviendo en la Argentina de 1970, quién es presentado a medida que irrumpe en un hogar lujoso a robar por pura diversión. Tanta dicha le produce el acto que no puede resistirse y se acerca a un tocadiscos para bajar su aguja. Inmediatamente empieza a sonar El Extraño del Pelo Largo de La Joven Guardia, y Carlos empieza a bailar con extrema soltura. Algo simpático e interesante para comenzar. Particularmente por tratarse de la historia de uno de los mayores asesinos en la historia de Argentina. Ver a Puch bailar es presenciar una postura valiente que sugiere una intención jugada sobre esta figura tan enigmática. El problema es que 120 minutos más tarde, volviendo a escuchar la misma melodía sobre los créditos finales, la intención cambia, y lo que era sugerencia se transforma en un espectáculo de mucha técnica pero poca comprensión del trato impuesto. Un relato con especiales carencias a la hora de explicar su existencia.
Volviendo al baile inicial, la película lo sigue presentando a Puch a través de sus relaciones y, por supuesto, su larga serie de crímenes, los que eventualmente lo convirtieron en un asesino serial. Así exploramos las extrañas conexiones con su madre (Cecilia Roth), sus cómplices (Chino Darín y Peter Lanzani) y el resto de los pintorescos personajes de su vida criminal. Sin embargo, no todo empieza a sangre fría, a medida que la película pone énfasis en la faceta de Puch como ladrón y no como homicida. Eso se debe al perfil que adquiere la cinta, construyendo la personalidad de Carlos Puch bajo una lupa de ambigüedad, lidiando con una persona sin ningún remordimiento y pocos motivos para asesinar. Es la decisión que le da forma al film y cuadra en cuanto a realidad. Aunque complica su existencia, notando que el individuo al que se enfrenta no es necesariamente fácil de colocar en una pantalla grande. Siendo de «gatillo feliz», como dice Chino Darín en la primera mitad, a Puch no le pesaban sus asesinatos y eso está reflejado por la forma de filmarlos. La facilidad con la que se asesina en esta pieza es una consciente elección que obedece al protagonista. Ahora, ¿cómo debe compenetrarse el espectador con una jugada así?
Alrededor del protagonista y sus múltiples delitos (básicamente un tercio de lo que ofrece la película), el libreto se esfuerza por encontrar ángulos que repartan complejidad sobre el indescifrable criminal. La respuesta está en descubrir ciertos conflictos internos en su mente, lo que resulta en un supuesto lado artístico, instantes breves de humanidad y un incoherente énfasis en sexualidad, a lo que se vuelve una y otra vez sin ninguna razón. Aún con ese esfuerzo, El Ángel no puede justificar a su protagonista. Por supuesto, un sociopata no es lo que se llama predecible, pero a la hora de crear una narración sin un tono claro, algo tiene que encajar. Incluso presentado bajo un panorama bastante manipulado, Carlos Puch no enseña un resultado que explique los cambios o dibuje ciertos temas encima de su personalidad.
Es imposible hablar de El Ángel sin referirse primero a otra saga reciente de crímenes como lo fue El Clan, de Pablo Trapero. Dicha cinta contaba el caso de la familia Puccio (relato que el propio Luis Ortega tacleó en televisión), otro pasaje truculento del pasado argentino, por lo que el parecido era innevitable. Sumado a ello, El Ángel casi calca el estilo de Trapero, siguiendo la maldad entre escenas estilizadas y decenas de momentos musicales. El film utiliza una impresionante lista de canciones, pero para poco efecto, regalando secuencias memorables y acumulando otras que solo se sienten como bellos videos musicales. Nunca se encuentra el contraste musical de El Clan, pero para peor, tampoco se consigue conectar con la maldad desplegada en dicha cinta. La historia de los Puccio estaba cargada de complejidad y vulnerabilidad que atrapaban al espectador, incluso hospedandolo en la propia casa del diablo. Por su parte, El Ángel nos sienta junto a un angelical y joven asesino, pero nunca encuentra ese interés presente entre la maldad e ilegalidad, porque no la tiene.
Mi descontento tampoco debe desviarme de que El Ángel es una producción de calibre notorio, una que vuelve a los años 70 con una fidelidad que distrae y atrapa. A su vez, Ortega también es capaz de orquestar varias escenas memorables, en especial la que describe el primer asesinato de Puch, quién inmediatamente responde con ninguna preocupación. Hablando de preocupaciones, el actor Lorenzo Ferro levanta pocas como el protagonista. Siendo un debutante, el personaje podría haberle quedado grande, pero hace un gran trabajo, principalmente cuando consideramos las obvias dificultades de la tarea. Chino Darín lo asiste bastante, regalándole un contraste de personalidad que choca y construye química entre Puch y su principal cómplice, Ramón Peralta.
La producción y estilo están a su favor, el problema es que el paquete acaba luciendo poca responsabilidad. Tanto por no encarar el material con el cuidado que merece, o por arriesgarse con intenciones que confunden. Viendo al peligroso protagonista bailando con dicha y sabiendo todo lo que hizo (y como fue presentado), no hay nada en su rostro que sea redimible. Narrativamente hablando, obviamente. Quizá esa sea la lección, que uno no puede leer a un asesino, que la inocencia puede ser engañosa. No lo sé, realmente no sé cual era el ángulo, invirtiendo destellos de calidad a favor de la confusión. Una confusión que ya existía sobre la figura de Carlos Robledo Puch y una que continuará después de El Ángel.