Una seria catástrofe que empieza en melodrama y termina en telenovela

Hay casos en que una película no consigue reponerse de una escena mediocre, aún así, una mala escena puede ser una anomalía en un producto correcto que, como todos, comete errores. Tras una introducción acorde y hasta prometedora, La Quietud, el nuevo trabajo del argentino Pablo Trapero, enseña una pieza en el lugar equivocado, a base de una secuencia ridícula, pero crucial, siendo la presentación del vinculo entre los dos personajes principales. Una relación vital si me preguntan, entendiendo que Trapero quiere llevarnos a través del espiral emocional y dramático que viven sus dos protagonistas. Inicialmente, esa meta queda comprometida por una sola escena, pero como expliqué, nunca es tarde para que el resto reivindique y recupere el drama. Efectivamente, tras pasar por un espiral de emociones y oír sus argumentos de reivindicación, finalmente entendí que la cinta nunca estuvo equivocada. El equivocado era yo.
Por más que las busqué, puedo decir que no hay anomalías aquí. Marcando las pautas de una relación incoherente, esa primera secuencia pasa a ser uno de muchos instantes dónde La Quietud decide lucir su catastrófica alma de telenovela, cuya naturaleza predecible y exagerada solo podría venir de una broma realmente planeada. Déjenme darles otra conclusión, éste no es ningún chiste. En vez de reponerse de un inicio tambaleante, estamos frente al tipo de relato que decide poner el doble de fichas cada vez que pierde una apuesta. Admirable, porque consigue tocar limites de extravagancia que casi extrañaba en una sala de cine. Ahora, es una pena que ninguno se traduzca a cierta parodia o conciencia de que este melodrama va en caída libre, ya que ni sus técnicas o bellos paisajes pueden salvarlo del golpe que se lleva contra el suelo.
Las protagonistas de Trapero son Mia (Martina Gusman) y Eugenia (Bérénice Bejo), dos hermanas viviendo un intenso reencuentro en la enorme finca campestre de sus padres, La Quietud. Ambas se ven envueltas en un conflicto familiar a medida que su padre sufre un accidente cerebrovascular, su madre pierde la cordura y el pasado regresa para atormentarlas, poniendo a prueba su conexión. Una cantidad de conflictos viéndolo así, el problema es que La Quietud le hace honor a su título y primero resulta alejada de un nudo central. Los problemas van y vienen, dejando espacios en sus excesivas dos horas, que solo son tolerables por su absoluta extravagancia. Sin entrar en detalles, ya que lo más absurdo forma parte del tercer acto, la cinta es experta en mantener una cara seria de frente a todos sus delirios. Trapero apuesta por una relación que debería convivir con un tono más suelto, no el drama denso que cree tener bajo control. Ahora, volver a ver su técnica es maravilloso, hablando de un director que también encuentra detalles interesantes en esta obra, especialmente un plano secuencia durante un velorio. Dicha escena es francamente fantástica, ¿el único problema? Que impactaría si su contenido no fuera tan problemático.
Debido a su calidad, los fallos por asociación no son pequeños. Es lamentable que Bérénice Bejo y Martina Gusman desperdicien sus comprometidas actuaciones en los roles de Eugenia y Mia. Las dos se animan entre el riesgo y el sufrimiento, pero nada es memorable al escuchar la clase de lineas que les regala el libreto. Por sí solos, los diálogos podrán sonar profundos o dramáticos, pero el conjunto es tan meloso y manipulativo que nada soporta la seriedad exigida desde el inicio. Aquí no hay seres humanos, y si los hay, todos resultan vacíos, no importa cuantas lagrimas derramen. Por su parte, Graciela Borges desentona menos como la figura materna del relato, actuando como si supiera exactamente dónde está. Su entrega en cada frase es aun más melodramática, y su personaje siguiere que la ironía podría estar escondida en alguna parte del film; y lo está. Durante su tercer acto, una secuencia de cena intenta sacarle cierta sonrisa al público, mezclando conciencia y comedia negra. De alguna manera, ese es el oasis en medio del horror, y a su vez, su tardanza confirma que La Quietud no sabe lo que es. Esa falta de identidad resulta imposible de disfrutar. Ni siquiera irónicamente, estando cohibidos por la monotonía.
Los elementos mezclados por Trapero resultan en una suerte de intento desesperado por despertar una controversia. No hay nada medianamente perturbador o sorprendente en La Quietud, pero si hay una impaciencia por llamar la atención para que el asunto parezca sombrío o jugado. Aquí entra la colección de giros baratos, la peculiaridad de las relaciones y algunas decisiones sin sentido. Por supuesto, tampoco puedo olvidar el énfasis sexual, uno de los peores aportes en la mezcla. El interés en el material sexual es tan insignificante y básico que solo puede traducirse a un capricho o interés por cargar un filo. Por una parte, ese filo debería ser más pronunciado de estar interesado en la reacción del público, y por otro lado, el sexo debería tener una razón de ser en el film, ya que los 10 o 15 minutos que desperdicia en él apenas dicen algo de los personajes. Bueno, no del todo. Si deja bien claro que los personajes masculinos son simples penes con piernas. Estoy convencido de que esa era una intención, tratándose de una obra completamente enfocada en papeles femeninos. La mejor intención de la película. Sobre la fuerza de esos papeles femeninos, eso es otra conversación.
La Quietud está presentada bajo un manto de bella fotografía, cuya calidad demuestra el tamaño de esta producción, dónde cada plano del campo y la estancia del titulo es un asunto de gran habilidad. Eso sí, los cuadros pierden respeto al estar disfrazando una historia catastrófica, construida encima de rarezas que asombran. La naturaleza de los giros no está tirada de los pelos, sino que lo arranca todo de cuajo, afianzando un producto sin coherencia o respeto por el espectador. Compararla con un melodrama descartable es fácil, sin embargo, hay un famoso entendimiento en dicho género que se le escapa a La Quietud. Creyendo que su drama es profundo, retorcido o desgarrador, la historia no entiende como debería ser contada y pierde desde la salida. No por evitar lo que yo preferiría y cumplir mis caprichos, sino por no tener idea de qué es exactamente lo que está haciendo.