Crítica | Midsommar (2019)

Un escape metafórico, retorcido y cómico

Cundo Ari Aster saltó a la fama con Hereditary, su talento y comprensión por el terror quedaron claros. Sin embargo, algo en dicha pieza también complicaba su relación con el género, ya que Aster entendía la importancia de enterrar una temática bajo una historia tétrica, pero a la vez se asociaba con técnicas directas y menos profundas. La mezcla convirtió a su película en acierto, sí, aunque obviamente propuso una división, una que invitaba a elegir entre un tema o un susto fácil. Preferencias aparte, la verdadera curiosidad estaba en saber que camino tomaría Aster al alejarse de su debut, a que clase de estrategia se aferraría Midsommar, su nuevo relato de aparente horror y extraña fantasía. Dispuesto a arriesgar, el cineasta vuelve a tocar sus mencionadas virtudes, aunque luego las eclipsa, dado que entra en un cine de género cuestionable, metafórico y de enorme carga visual.

Incluso como simple mensajero, no seré yo quien le quite a Midsommar su condición de cine de terror. Es claro que hay suficiente material aquí para empujar el temor fuera del panorama, pero aun así, lo nuevo de Aster se mueve por una trama de inmediata angustia y amenaza. La misma sigue a Dani (Florence Pugh) y Christian (Jack Reynor), una pareja transitando un bache, que pretende aliviar la presión mediante una visita a una comunidad pagana en Suecia. Visualizando este viaje como un retiro, el entorno le regala bellos paisajes y tradiciones a la pareja, aunque también la convierte en testigo de algo mucho más siniestro, horrores mortales que provienen de afuera y adentro.

Por si aun no es claro, y ésta debería ser la última advertencia, Midsommar escapa a muchas definiciones de su género, ofreciendo una experiencia única que se aferra al terror bajo contradicciones. Por más que eso suponga un nuevo desbalance para Ari Aster, el director y guionista lo plantea con extrema delicadeza. Presentando suspenso en una locación de día infinito (el sol es un protagonista más), Midsommar se transforma en una comedia extremadamente negra o drama tétrico que escarba en temas de familia y parejas toxicas. Aquellos al tanto de la mencionada Hereditary podrán ver las intenciones desde el inicio, no obstante, Aster se asegura de que su estrategia no se arrodille a las obligaciones de su género. La película toma esas obligaciones y las convierte en elementos humorísticos a raíz de un comportamiento muy consiente. Aster está al tanto de lo que implica poner a un grupo de jóvenes dentro de un culto siniestro, y juega con ello, pero nunca confunde ese juego con su misión.

Durante gran parte de su extendida duración, la cinta conduce al espectador por un limbo que pretende trabajar sus temas, la clase de táctica que alejará a los fanáticos de los sustos y recompensará a quien esté dispuesto a leer más allá. Dicho eso, es posible que la idea de leer entre lineas pertenezca a un ejercicio más complejo que este. Midsommar ofrece las reglas del juego desde el primer tercio, por lo que realmente se apoya en la experiencia de cada espectador y su visión de los momentos clave. Luciendo sus intenciones, hay espacio para marcar tropiezos, sin embargo, es imposible contradecir aquello que la película consigue visualmente. Compuesta por planos meticulosos de escenarios extremadamente iluminados, esta pesadilla al aire libre demuestra una hermosa estrategia visual que realmente sugiere la búsqueda de una marca particular para cada espectador. La presentación no se interpone, sino que mantiene su elegancia incluso cuando es hora de enseñar alguno de sus horrores. Ahora, el mejor beneficio de tener una cámara tan estratégica es que nos permite deleitemos con otra fantástica interpretación de Florence Pugh, quien combina toda clase de sentimientos para que el comportamiento protagonista tenga forma. Es una pena que Jack Reynor no pueda ponerse a su altura. Aunque cabe la posibilidad de que eso sea intencional.

Cociendo varias recompensas entre sí, Midsommar es un terror bajo debate, dispuesto a ofrecerle oro a quien quiera seguir sus reglas directas. Comunicando mucho alrededor de una trama sombría y diciendo más con sus acciones y trucos visuales, Ari Aster demuestra que su fuerte sigue estando en el interior de sus relatos y que éstos pueden ofrecer algo más allá del susto inmediato. ¿Una molestia bajo la piel? ¿Un miedo del que somos consientes? ¿Una satisfacción incomoda? Creo que cualquiera es posible. Al arribar a su conclusión, que poco tiene de bello al enseñar varios horrores, el optimismo regala una curiosa presencia, un alivio cálido debajo de lo retorcido. Ese no es un poder al alcance de cualquier susto.

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